Pathos y ficción.
“Porque las cosas groseras les pasan a los seres delicados.”
O. Lamborghini
Que cada uno agarre un espejo y se mire para ver quién es Pablo Suárez. Cómo proliferan los textos sobre Narciso plebeyo cuando da que hablar. Estamos llenos de literatura sobre él, estamos llenos de historia por todas partes; de chismes, de mitología, de ladridos. La muestra Narciso plebeyo, de Pablo Suárez, se ha convertido en un globo de biografías y anécdotas. Lo periférico vuelve al centro, se cristaliza.
Las referencias van desde el panfleto -acrítico y banalizado- para la plebe, de Ana María Battistozi: “La obra de Suárez representa una original vertiente vanguardista que prestó especial atención al tono local, inspirada en la tradición de figuras como Florencio Molina Campos, Fortunato Lacámera o Gramajo Gutiérrez, a quienes el artista erigió en sus pintores favoritos.”, hasta el análisis con sesgo psicoanalítico de Cañete o anecdotario de Cippolini: “¿Vos nunca te masturbaste mirando una escultura?, me preguntó una vez.
Yo lo vi en su casa diciendo ¿querés que te haga la firma de Spilimbergo?
Mi hipótesis es que en alguna cosas él ponía un amplificador desmesurado: puede ser que haya hecho algo, pero no era un falsificador; de la misma manera que haber sido sparring no es haber sido un boxeador”. Lo cierto es que generó una nube desintoxicante con respecto al revisionismo del arte de los 80’s, el C.C. Rojas y otros poemas.
La obra de Suárez abrió dos lecturas. Si bien una lectura es sintomática y plebeya, no deja de revivir la emergencia, la fragilidad y la nostalgia en torno a lo que los griegos llamaban pathos. Es el portador de un padecimiento de cierto zeitgeist cultural creciente en los años 70 y 80’s. Cito a Horacio Safons que lo explica: “Se ha insistido que la obra de este artista recurre al humor y a la parodia, por lo menos en sus esculturas-instalaciones (que yo llamaría mejor esculturas para instalar). Pero ¿es humor la «felicidad» intrínseca de sus personajes? No lo creo o por lo menos no podemos hablar de humor en términos lineales. También me parece discutible que su obra sea paródica, me atrevería a afirmar que antes que parodiar, Suárez exalta la voluntad de ser y la autenticidad de sus personajes. Si la parodia supone la intención de ironizar, remedar o burlarse, lo que aflora en su obra no es la parodia, porque el artista convoca a un mundo de claves tan singulares, que para ponerlo en obra debió vivirlo como propio”.
Quiero decir que hay un tipo de lectura más bien nostálgica, del orden ochentoso donde cagarse a trompadas revelaba una poética de los cuerpos en transición, del tipo peronista volviendo a la democracia, de los cuerpos a la vanguardia, de las tomas de los cuerpos deleznables. Es una visión que apunta a la temática y que se cierra sobre lo narrativo; los chongos, la clase social, la disidencia, la misoginia, las muñecas, el cabaret, taxiboys, todos los lugares donde caen los textos sobre Suárez. Todos.
La otra lectura, más bien intelectual o antropológica, no menos sintomática, pero comprometida con lo que se ha convertido en la estética contemporánea, es el abrazo a la demanda dialéctica entre pasado y presente, entre las condiciones del contexto Suárez y nuestro contexto, entre la oscilación del aparato ideológico y el patológico.
No voy a dejar de aludir las dos miradas, ya que quizás no estén separadas, ni se pueda abordar una sin la otra. Pero tanto el contexto Suárez, hiperexplicado, superentendido, y la retórica de su obra son miradas que interpelan y pueden ser interrogadas tanto desde el punto de vista del psicoanálisis como desde la política, tanto de la estética como de la filosofía teológica. Todos los puntos de vista de Suárez son políticos y son ideológicos, pero también rozan lo religioso y lo grotesco: “Empecé a necesitar incluir la caricatura y un cierto realismo que venía de la talla religiosa, de objetos”. Digo religioso parafraseándolo y haciendo justicia con su narcisismo. Me gusta ver en las figuras modeladas un puente entre ascetismo y burla y que nos lleva directamente al pathos estético de Suárez. No obstante, es en esas figuras-objetos-modelados donde se refleja su intención confesada de que el arte se parezca a la vida y no al arte. Harto de simulacros. Harto de la esterilización emocional.
Aunque la fuerza de este pensamiento sea real, ¿no estamos ante el simulacro Pablo Suárez nuevamente?, ya que el espejo ese tan mentado ¿no era para verse Pablo Suárez, o para que nos veamos nosotros mismos o para que el cuerpo del ser Suárez sobreviva a las épocas y su narcisismo trascienda incluso los archivos de la historia? No. Ese espejo, más que una condición narcisista y contextual de una metáfora, revela las posiciones políticas de la mirada como ficción. Y en esto es importante la función del cuerpo ficcionalizado.
Es en el dilema del cuerpo, del cuerpo propio y del cuerpo deseado, donde Suárez va a interrogar y generar su gramática. Spinoza pensaba el cuerpo como el interrogante de lo que somos capaces, no sabemos lo que puede en sus pasiones. La premisa del cuerpo en Sáurez, como en Spinoza, es ontológica y revela una ética. En definitiva lo que las pasiones abrigan es lo que menos mata. En eso Suárez intenta perseverar. La ética de insistir poniendo el cuerpos de los otros por su propio pathos.
El estatuto político que lo marca es su disidencia, pero como premisa estética. Lo que en Suárez se relaciona con arte y política no son las meras formas sociales y clasistas, es su condición disidente. “Arte y política se sostienen una a la otra como formas del disenso, operaciones de reconfiguración de la experiencia común de lo sensible (…) Así la ‘política del arte’ está hecha del entrecruzamiento de tres lógicas, la de las formas de la experiencia estética, la del trabajo ficcional y la de las estrategias metapolíticas”, Jacques Rancière en El espectador emancipado.
Quiero rescatar la figura de pintor que fue Pablo Suárez. En esto también es religioso. En esto también cae la potencia de la exposición. Si bien fue tan versátil -de pasar por la influencia de Alberto Greco, los cuadros meados y negros, a tomar el compromiso de una pintura objetual y desnuda-, su pintura es conceptual no por la temática ni por las obsesiones narcisistas y humorísticas, sino por el temple pictórico que resiste en toda la línea de la obra.
El uso del espacio pictórico es un poema, pero la materialidad de toda pintura es una explosión aluvional. Y esa materialidad no lo da solamente la pintura sola, Suárez tiene el carácter de dar materialidad lingüística en la intencionalidad pictórica. Conecta discurso pictórico con discurso lingüístico como dos espesores necesarios. En esto se hermana con otro pintor de la pintura-pintura que fue Renzi. Ya estamos deseando el homenaje a Juan Pablo Renzi. Acaso porque la pintura está fuertemente viva o porque nos parecemos mucho al devenir premenemista y nos preparamos para un pathos social que nos exprese. O será que nos volvimos delicados, como dice Osvaldo Lamborghini, para que nos pase lo grosero. O será que en esa lectura antropológica vemos aflorar aquello que llaman retorno de lo reprimido en las imágenes, en los cuerpos. No es para que nos suceda lo grosero, sino porque el reparto de lo sensible nos afecta y lo que se vuelve espejo son las miradas que podemos sostener; ésa es la poética del espectador, ni disidente ni plebeya, frágil.
Ramón Hache Oliva / Ramiro Sacco, 2019